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Al Sueño
Keats
Tú embalsamas la noche tranquila dulcemente,
Cerrando con los dedos benignos, cuidadosos, los ojos complacidos
con la tiniebla aislados de la luz, resguardados en un divino olvido.
¡Oh, suavísimo Sueño! Si te apetece, cierra
mis ojos serviciales en medio de tu himno,
o espera el “Amén” antes de que junto a mi lecho
tu adormidera lance arrullos cual limosnas.
Entonces, sálvame, o el día transcurrido
Relumbrará en mi almohada provocándome angustia.
Sálvame de la inquieta consciencia, que atesora
Su fuerza penetrando como un topo en lo oscuro.
Gira, hábil, la llave en la muesca engrasada
Y cierra bien el cofre callado de mi alma.
Un sueño después de haber leído
el episodio sobre Paolo y Francesca, de Dante
Keats
Así como Mercurio se confió sus alas
Cuando Argos, aturdido, cayó en sueño y engaño
así mi ocioso espíritu tocó una flauta délfica
con la que hipnotizó a aquel dragón del mundo, lo
abatió y despojó de todos sus cien ojos,
y, viéndolo dormido, así se fue volando,
hacia la pura Ida con sus cielos helados,
ni a Tempe, donde Júpiter se lamentara un día,
sino al segundo círculo del triste infierno, donde
en medio de un tornado con trombas de granizo
y lluvia, los amantes no tienen que contarse
sus penas. Eran pálidos los labios que allí vi,
los labios que besé, y la bella figura
con que flotaba en esa tormenta melancólica.
Oda a psique
Keats
¡Oh, Diosa ¡Oye estos versos silentes,
arrancados
por la dulce coacción y la memoria amada,
y perdona que tenga que cantar secretos incluso en tus suaves y
aconchadas orejas.
¿Es que hoy he soñado, o quizá
haya visto a la ligera Psique con los ojos despiertos?
Yo erraba por un bosque sin razón ni cuidado, y observé
de repente, turbado de sorpresa,
dos hermosas criaturas tumbadas en la hierba,
juntas bajo un techado susurrante de hojas
y flores temblorosas, por donde discurría
un arroyuelo apenas perceptible.
Entre flores tranquilas y de raíces frescas,
Azules, plateadas, de yemas aromáticas
Y de capullos púrpura, yacían en el lecho
de hierba sosegados, abrazadas sus alas,
con los labios distantes, que no se despedían,
separados por manos suaves de letargo,
ya prestos a exceder los besos que se dieron
al abrirse sus ojos como aurora de amor;
a ese muchacho alado conocía,
pero ¿quién eras tú, feliz, feliz paloma?
¡Eras tú su fiel Psique!
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